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viernes, 10 de junio de 2016

La vanidad de la pretendida inmediatez

 
 
Pensaba un contraejemplo para esta imagen, un caso de un símbolo que representara algo valioso para el grupo de personas que en nuestra sociedad que considera que, al menos, esto no es tan terrible... y no encontré ninguno. Porque para estas personas parece no haber símbolos, pretenden estar en una supuesta inmediatez de aquello que creen o valoran. Pero por otra parte, creo que esa pretensión de inmediatez es vana, y además, burda. Porque si no hay mediación, es necesaria una capacidad mayor de unidad con el referente, lo que el símbolo permitía a partir de una síntesis. Pero esa capacidad está, me parece, ausente entre quienes reclaman esa inmediatez: los pseudo-místicos (yo ya estoy en Dios), las parejas que conviven (no necesito de una institucionalidad), la identidad comunitaria (no necesitamos banderas). Quienes reclaman la inmediatez de lo divino lo hacen a partir de puras herramientas emocionales, pero con falta de herramientas intelectuales; quienes pretenden prescindir de la validez de las instituciones encarnan el individualismo; quienes pretenden prescindir de símbolos comunitarios encarnan la masificación.

No me estoy refiriendo a quienes apoyan la liberación material en salud, educación y demases, sino a quienes creen que los símbolos no importan.

domingo, 3 de abril de 2016

Mínimo ético: claves intuitivas


El obispo Goic planteó que un sueldo (mínimo) ético tendría que bordear los $400.000. No quisiera negar la verdad de esta afirmación, puesto que no conozco el modo en el que el prelado llegó a ese número. Tampoco voy a negar la oportunidad en que lo hace, puesto que la Iglesia necesita hacer ver mejor la riqueza de su doctrina en lo que a orden económico se refiere. Lo que voy a hacer, más bien, es plantear algunos criterios intuitivos que, pienso, debería tener como presupuestos, el número que se plantee como mínimo ético.

En primer lugar, el costo de la vida varía en cada ciudad. No cuesta lo mismo la vida en Santiago, que en una comuna secundaria de una región secundaria (no se me ocurren ejemplos, pero sirva esta omisión para mostrar la “secundariedad” de aquél lugar abstracto en el que estoy pensando). Como el mínimo ético debe relacionarse con el coste de la vida, no puede ser, por tanto, el mismo en Santiago que en ese otro lugar indeterminado en el que estoy pensando.

Foto: emol.com
En segundo lugar, las características propias de la vida en tal o cual lugar harán que la calidad de vida sea mejor o peor, y ello no tiene que ver, en lo fundamental, con el ingreso sino con la dinámica de la ciudad. Pienso que la calidad de vida en Santiago es mucho peor que la calidad de vida que llevo yo (que vivo en un sector rural de Casablanca). Pienso que los trabajadores de mi suegro, que trabajan en el campo, ostentan una calidad de vida muy superior a la de un santiaguino que gana lo mismo. Luego, en estricto rigor, el costo total de la vida no se puede reducir a la variable económica, o al menos, ésta debería incluir esos factores. Probablemente un trabajador santiaguino que gana numéricamente lo mismo que los trabajadores de mi suegro, necesita un sueldo mucho mayor, quizás por un trabajo similar, puesto que debe compensar lo que le falta de calidad de vida por otras cosas.

En tercer lugar, pareciera que la lejanía de servicios básicos y no-tan-básicos también debe ser compensada. Para alguien que vive muy cerca de estos servicios la vida es menos difícil que para aquél que los tiene lejos.

Esos, entre otros criterios, se me ocurren como intuitivos, para evaluar con una mediana seriedad el número que planteó el obispo Goic.

Alguien me podría responder que es el mercado el que debe regular estos aspectos, puesto que, quien gana lo mismo en santiago que los trabajadores de mi suegro pero que, por vivir en santiago tiene una peor calidad de vida, podría perfectamente optar por cambiar de residencia y mejorar su calidad de vida. Por otra parte, el hecho de vivir lejos de los centros se compensa con una baja en el costo de la residencia y, en general, con la posibilidad de, con el mismo costo que de una vivienda central, tener una de mayor tamaño.

La respuesta que se me ocurre es la siguiente: si el mercado regula estos aspectos, ¿por qué entonces regular el sueldo mínimo? No veo por qué estos aspectos, que en último término dicen relación con este mínimo que, en el fondo, se plantea -imperfectamente- como un mínimo de tipo ético, no deberían entenderse como incluidos en esta regulación, puesto que influyen en la razonabilidad del número que se proponga como mínimo. El punto es: o todo lo que influye en ese mínimo ético se regula, o nada. Al menos si consideramos y queremos que ese número no sea arbitrario.

Por otra parte, el mercado no siempre es un buen regulador, y a veces la realidad escapa de las leyes económicas. No puedo argumentar este punto ahora.

Finalmente, no se ha pensado en quien tiene que pagar ese sueldo ético. Doy por descontado que Paulmann, Luksic y cia. pueden pagarlos, pero no creo que, por ejemplo, mi suegro pueda hacerlo (o quizás sí; desconozco cuánto ganan). Quizás algunas empresas competitivas de Santiago puedan hacerlo, pero dudo que algunas empresas de regiones y en especial de esos pueblos “secundarios”, como les llamé, puedan hacerlo. Dudo que una empresa pequeña y de barrio pueda, por ejemplo, contratar más personal.

El tema es complejo. No descarto que el obispo Goic lo haya reflexionado en profundidad, pero tampoco voy a negar que lo dudo. Y lo dudo por el siguiente motivo: me parece muy sospechoso proponer un número universal para una realidad con gran cantidad de matices.