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viernes, 10 de junio de 2016

La vanidad de la pretendida inmediatez

 
 
Pensaba un contraejemplo para esta imagen, un caso de un símbolo que representara algo valioso para el grupo de personas que en nuestra sociedad que considera que, al menos, esto no es tan terrible... y no encontré ninguno. Porque para estas personas parece no haber símbolos, pretenden estar en una supuesta inmediatez de aquello que creen o valoran. Pero por otra parte, creo que esa pretensión de inmediatez es vana, y además, burda. Porque si no hay mediación, es necesaria una capacidad mayor de unidad con el referente, lo que el símbolo permitía a partir de una síntesis. Pero esa capacidad está, me parece, ausente entre quienes reclaman esa inmediatez: los pseudo-místicos (yo ya estoy en Dios), las parejas que conviven (no necesito de una institucionalidad), la identidad comunitaria (no necesitamos banderas). Quienes reclaman la inmediatez de lo divino lo hacen a partir de puras herramientas emocionales, pero con falta de herramientas intelectuales; quienes pretenden prescindir de la validez de las instituciones encarnan el individualismo; quienes pretenden prescindir de símbolos comunitarios encarnan la masificación.

No me estoy refiriendo a quienes apoyan la liberación material en salud, educación y demases, sino a quienes creen que los símbolos no importan.

domingo, 3 de abril de 2016

Mínimo ético: claves intuitivas


El obispo Goic planteó que un sueldo (mínimo) ético tendría que bordear los $400.000. No quisiera negar la verdad de esta afirmación, puesto que no conozco el modo en el que el prelado llegó a ese número. Tampoco voy a negar la oportunidad en que lo hace, puesto que la Iglesia necesita hacer ver mejor la riqueza de su doctrina en lo que a orden económico se refiere. Lo que voy a hacer, más bien, es plantear algunos criterios intuitivos que, pienso, debería tener como presupuestos, el número que se plantee como mínimo ético.

En primer lugar, el costo de la vida varía en cada ciudad. No cuesta lo mismo la vida en Santiago, que en una comuna secundaria de una región secundaria (no se me ocurren ejemplos, pero sirva esta omisión para mostrar la “secundariedad” de aquél lugar abstracto en el que estoy pensando). Como el mínimo ético debe relacionarse con el coste de la vida, no puede ser, por tanto, el mismo en Santiago que en ese otro lugar indeterminado en el que estoy pensando.

Foto: emol.com
En segundo lugar, las características propias de la vida en tal o cual lugar harán que la calidad de vida sea mejor o peor, y ello no tiene que ver, en lo fundamental, con el ingreso sino con la dinámica de la ciudad. Pienso que la calidad de vida en Santiago es mucho peor que la calidad de vida que llevo yo (que vivo en un sector rural de Casablanca). Pienso que los trabajadores de mi suegro, que trabajan en el campo, ostentan una calidad de vida muy superior a la de un santiaguino que gana lo mismo. Luego, en estricto rigor, el costo total de la vida no se puede reducir a la variable económica, o al menos, ésta debería incluir esos factores. Probablemente un trabajador santiaguino que gana numéricamente lo mismo que los trabajadores de mi suegro, necesita un sueldo mucho mayor, quizás por un trabajo similar, puesto que debe compensar lo que le falta de calidad de vida por otras cosas.

En tercer lugar, pareciera que la lejanía de servicios básicos y no-tan-básicos también debe ser compensada. Para alguien que vive muy cerca de estos servicios la vida es menos difícil que para aquél que los tiene lejos.

Esos, entre otros criterios, se me ocurren como intuitivos, para evaluar con una mediana seriedad el número que planteó el obispo Goic.

Alguien me podría responder que es el mercado el que debe regular estos aspectos, puesto que, quien gana lo mismo en santiago que los trabajadores de mi suegro pero que, por vivir en santiago tiene una peor calidad de vida, podría perfectamente optar por cambiar de residencia y mejorar su calidad de vida. Por otra parte, el hecho de vivir lejos de los centros se compensa con una baja en el costo de la residencia y, en general, con la posibilidad de, con el mismo costo que de una vivienda central, tener una de mayor tamaño.

La respuesta que se me ocurre es la siguiente: si el mercado regula estos aspectos, ¿por qué entonces regular el sueldo mínimo? No veo por qué estos aspectos, que en último término dicen relación con este mínimo que, en el fondo, se plantea -imperfectamente- como un mínimo de tipo ético, no deberían entenderse como incluidos en esta regulación, puesto que influyen en la razonabilidad del número que se proponga como mínimo. El punto es: o todo lo que influye en ese mínimo ético se regula, o nada. Al menos si consideramos y queremos que ese número no sea arbitrario.

Por otra parte, el mercado no siempre es un buen regulador, y a veces la realidad escapa de las leyes económicas. No puedo argumentar este punto ahora.

Finalmente, no se ha pensado en quien tiene que pagar ese sueldo ético. Doy por descontado que Paulmann, Luksic y cia. pueden pagarlos, pero no creo que, por ejemplo, mi suegro pueda hacerlo (o quizás sí; desconozco cuánto ganan). Quizás algunas empresas competitivas de Santiago puedan hacerlo, pero dudo que algunas empresas de regiones y en especial de esos pueblos “secundarios”, como les llamé, puedan hacerlo. Dudo que una empresa pequeña y de barrio pueda, por ejemplo, contratar más personal.

El tema es complejo. No descarto que el obispo Goic lo haya reflexionado en profundidad, pero tampoco voy a negar que lo dudo. Y lo dudo por el siguiente motivo: me parece muy sospechoso proponer un número universal para una realidad con gran cantidad de matices.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Violencia pública. A propósito del fallido Colo-Colo vs. S. Wanderers


Por supuesto que es necesario mejor educación para frenar la violencia. Pero la educación es un proyecto de largo plazo. Luego la educación no va a transformar la vida de estas personas sin un proceso de años. Más aún cuando estas personas ya están fuera del sistema educativo formal. ¿A alguien le interesa educar más allá de los límites de nuestro sistema formal? Lo único que se escucha es “¡Gratuidad! ¡Gratuidad!”. Gratuidad para la educación formal. Por lo tanto la preocupación de nuestros urgidos reformadores sociales de moda no puede hacer frente a la violencia desde la perspectiva de la educación sin que tengan que plantear una agenda muy distinta sobre este tema.
Por supuesto que es necesario una mayor equidad socioeconómica para frenar la violencia. Pero el mayor poder adquisitivo ¿puede realmente frenar la violencia? La respuesta claramente es no, puesto que la violencia no es una consecuencia de la (falta de) capacidad adquisitiva. Alguien podría replicar que se trata, no de poder adquisitivo sino de oportunidades. Pero ¿cambiará hoy la disposición violenta de ciertas personas sólo por tener acceso a mayores posibilidades? Probablemente no, y probablemente quienes digan esto nunca se han tenido que enfrentar a una transformación personal del carácter, un trabajo difícil y – sobre todo – autoconsciente. Por lo tanto, a largo plazo tendremos probablemente mejores personas que – si es que lo deciden – habrán transformado sus vidas gracias a su determinación de profundizar en una oportunidad que la sociedad les brindó. O bien, a largo plazo – si es que nos compramos el primer tipo de equidad socioeconómica – tendremos personas igualmente violentas, pero con las camisetas originales de los equipos, o con mejores productos, pero igualmente mal vestidas, o quizás la violencia baje debido a que estos productos, disponibles sólo a una elite económica, se hagan masivos, y ya no sea necesario violentar para ello. Pero sigue siendo a largo plazo la situación.
Por supuesto que son necesarios mayores derechos para frenar la violencia. Pero ¿para quienes? Un país que vive aún a la sombra de la dictadura no puede sino ver a un policía o a un militar como monstros o engendros de Satanás. Esta sombra, injustificada ya a lo que hay de distancia de ese “gobierno”, se cierne también sobre los uniformados de hoy, sobre todo a los policías, quienes viven con una permanente sospecha de que están “violando los DDHH de alguien más” (la prensa de la izquierda abajista es especialista en este tipo de desprestigio). Cuando veo toda la violencia que a veces se toma las calles de la ciudad (sobre todo la futbolera, que es la más brutal de todas) pienso que les haría mucho bien a esos sujetos desocializados un par de lumazos bien dados. El problema con esto es dual: (i) la arbitrariedad policial; (ii) la indefensión policial. La ciudadanía (a la sombra de la dictadura) le teme más a lo primero que a lo segundo. Pero si es normal tener miedo a algo que, siendo malo, tiene más entidad que a aquello que no lo tiene, lo más razonable hoy es temerle miedo a lo segundo. Hoy la violencia se expresa sin temor a represalias. Y quienes tienen que hacerle frente deben lidiar con la violencia desatada, como con una ciudadanía y una clase política que, por temor a la arbitrariedad de hace treinta años atrás, desarma las pocas protecciones institucionales que tienen los policías para cumplir su trabajo. La violencia desatada y pública no se puede permitir, pero nadie quiere hacerle frente. Los derechos son necesarios para acabar con la violencia, pero esos derechos no deben ser para quienes son violentos, sino para quienes enfrentan la violencia y sobre todo, para sus víctimas.
La idea que está detrás de todo esto es que (i) el fin de la violencia es un camino arduo y de largo plazo, que debe ser atacada en sus causas; pero que, (ii) como es una urgencia limitarla, ella requiere una re-acción, una respuesta, que no puede sino ser equivalente. La señal que se da al permitir moral e institucionalmente la violencia pública es que todo está permitido. No es posible, entonces, frenar la violencia así puesto que la señal es equivoca (unívoca diría yo más bien: laisez faire), y ni las mejores políticas públicas podrán corregirla si le abrimos paso a la impunidad. La sociedad hoy se está comportando como padres malcriadores. No hay que tener miedo de hacer lo que es debido.

viernes, 23 de octubre de 2015

El AUC en una concepción orgánica de sociedad


Me opongo al AUC. Dicha oposición no es por motivos “conservadores” o “reaccionarios”. No me cabe duda que existen oposiciones conservadoras que valoren, con justa razón, la tradición y su rol positivo en la vida social. Tampoco me cabe duda de que existen grupos reaccionarios que se oponen sin razón. No es ni me parece que sea mi caso.
Mi oposición se justifica en tres motivos. Todos ellos se fundan en una concepción de la sociedad y de la vida social que puede ser considerada como “orgánica”, “organicista”, “comunitaria” o “comunitarista”. Como su nombre lo indica – y como los desarrollos teóricos de dichas perspectivas que toman esos nombres lo evidencian – dicha concepción es fundamentalmente opuesta al liberalismo. Claramente hay ciertos triunfos del liberalismo clásico que hoy son parte constitutiva de la vida política. Unos son positivos y otros no tanto, a pesar de que estos últimos, si bien son resistidos desde el punto de vista de su idoneidad desde la visión que suscribo, son, sin embargo, asumidos para integrar el juego político.
El primer motivo de mi oposición al AUC consiste en el carácter individualista del mismo. Una de las razones que se ha tenido para aprobarlo es una concepción de los derechos individuales. Más allá si estos derechos se limitan a reconocer un estado de cosas ideal del mundo (esto es, si refieren a ciertos bienes humanos básicos) o son fruto de la construcción social intersubjetiva el fundamento de estos derechos es siempre individual y no comunitario. La visión de la sociedad que supone el AUC es una concepción de individuos y no de comunidades. Porque las instituciones jurídicas no se consideran en razón del todo sino en el de sólo una parte, que por lo demás, no es parte de nada, puesto que es una concepción atomista. No se ha reflexionado en torno a las implicancias positivas o negativas respecto de esta institución para el todo social. Yo adelanto que dichas implicancias son negativas (profundizo en el segundo motivo), pero el punto es que ni siquiera se ha reflexionado al respecto. Se dice que es un “reconocimiento legítimo” de ciertos derechos individuales fundados en la igualdad ante la ley. Dicha fórmula genera muchas preguntas: (i) ¿Cuál es el criterio de lo legítimo? ¿Por qué la igualdad ante la ley puede fundar dicho reconocimiento? ¿Qué cosas puede y no puede fundar la igualdad ante la ley? Todas esas preguntas – y otras, esos son las que se me ocurrieron ahora – se fundan (perdón por abusar de esta palabra tan hermosa filosóficamente) en un criterio moral sustantivo. Pero el liberalismo político – recordemos – le hace el quite a esa definición. Esa es una de las críticas tradicionales del comunitarismo hacia el liberalismo. Luego, si le hace el quite a un criterio moral sustantivo, surgen un montón de otros problemas que no es necesario tratar aquí.
El segundo motivo va de la mano del primero: el fundamento individualista no toma en cuenta las implicancias de la nueva institución para el todo social. La perspectiva tradicional pro AUC no ha reflexionado en torno a ello y se ha limitado a justificar la innovación en los derechos individuales y en la igualdad ante la ley. Entonces preguntémonos nuevamente: ¿cuáles son las implicancias para el todo social? La respuesta – nuevamente – dependerá de la concepción de sociedad que tengamos. La justificación tradicional del AUC es consistente con una concepción de la sociedad como conjunto de individuos. También es consistente con el constructivismo moral que normalmente va de la mano de él – y también es consistente con cierto relativismo y escepticismo moral que acompaña a sus versiones más vulgares pero más socializadas. El punto radica en que si esa concepción es correcta o no. No entraré en una discusión técnica sino que sugeriré la siguiente aproximación: una concepción comunitaria es de sentido común profundo. No estoy diciendo que esto la haga verdadera, sino que su espíritu o sus intuiciones son implícitamente compartidas por gran parte de las personas, incluso aquellas que, de modo inconsistente, apoyan el AUC. Luego, habría que explicitar que una concepción comunitaria de la sociedad es incompatible con el AUC.
¿Cómo puede procederse para dicha explicación? La sociedad tiene una cierta estructura (por no decir “naturaleza”) orgánica. Es un todo que no es la suma de sus partes, sino que cada parte cumple una función. La sociedad debe adoptar las instituciones que más favorezcan dicho funcionamiento orgánico, en la cual cada pieza sea valorada justamente en razón de su función al todo.
Supongo que el punto anterior, por muy abstracto que sea, puede ser concedido de modo general. Si es concedido de modo general, la concepción mayoritaria de la ciudadanía es comunitaria y no liberal. Luego el background de la configuración social de la ciudadanía es opuesto al AUC. Luego la ciudadanía se opone al AUC. Esta oposición no se funda en lo que la gente cree de hecho, sino de lo que se seguiría si sus creencias fueran consistentes con su marco general. Queda por mostrar por qué la concepción comunitaria es opuesta al AUC.
Esto último puede ser realizado mostrando las implicancias de la visión comunitaria en aspectos más concretos. Creo que sería de ayuda mostrar las implicancias socio-económicas de la perspectiva comunitaria en relación con las del liberalismo.
El liberalismo está vinculado desde su génesis a la libertad económica. Esta última no tiene nada de malo. El problema surge cuando esta libertad – ojo, tal cual está planteada en los liberales clásicos – en su ejercicio teóricamente legítimo pasa a llevar la igualdad en las posibilidades de desarrollo humano integral. Nótese que no estamos planteando una igualdad absoluta ni el concepto de “igualdad de oportunidades”, pues nos haríamos eco de las críticas libertarias. Simplemente estamos planteando, como mínimo, que todas las personas puedan desarrollarse humanamente, no que todos tengan lo mismo ni que todos partan de un mismo punto de posibilidades personales. Eso es y sería empíricamente falso.
La igualdad de posibilidades de desarrollo humano integral no es una abstracción sino que puede ser rastreada en la vida social concreta. Existen muchas funciones sociales que en la sociedad de mercado en la que nos encontramos no son valoradas en su real aportación al todo social. Entre estas funciones encontramos: (a) la maternidad; (b) los trabajos de servicio; (c) los estudiantes; (d) los profesores, etc. Todos estos trabajos aportan de modo gravitante al bienestar social (claramente no de modo individualmente considerado sino en su totalidad; este análisis debe partir por la totalidad puesto que la sociedad es una totalidad orgánica, como definimos). Si acaso consideramos que no son trabajos de monta es porque la sociedad tal cual la tenemos hoy es de individuos y no de comunidades y por tanto, no es un todo orgánico con partes cumpliendo una función.
Yendo a nuestro tema: el AUC perjudica el punto (a), en particular en lo relativo al rol de la familia como pieza eje del todo social. El AUC supone una omisión de parte de la sociedad del rol que cumplen las madres y los padres y en general, de la realidad que constituye la familia. Por una parte, tenemos una omisión en relación a las políticas públicas en torno a la importancia de esta realidad y no existen al día de hoy políticas de favorecimiento familiar. Luego, con independencia de su rol práctico para las parejas homosexuales, el AUC degrada la institucionalidad constitutiva de la existencia social de la familia (esto es, el matrimonio), estableciendo que los beneficios sociales que debe recibir por su función en el todo social pueden ser constituidos sin una adecuada exigencia de deberes, que la nueva institución no tiene. En último término, los deberes de las partes constitutivas de la familia no pueden ser socialmente exigidas sino que quedan a la buena voluntad de las partes. Luego no hay un incentivo institucional para optar a una institución más exigente que podrá aportarle mayores beneficios a la sociedad, puesto que da lo mismo optar por una u otra, y quien cumpla bien su función no se diferenciará en los beneficios sociales de aquellos que no asumen los compromisos – y por lo tanto el riesgo y el costo – propios de optar por una forma de vida que redundará de modo más positivo en la sociedad.
En esta visión asumimos que familias cuyos miembros cumplen sus compromisos aportan mayormente al bienestar social (o al bien común según la terminología más clásica) que aquellos que no quieren hacerlo o no lo hacen y que los beneficios sociales deben ser repartidos según este mérito, el que se define por su contribución al bien común. A diferencia del liberalismo – la doctrina que da sentido en su seno a instituciones individualistas como el AUC – la concepción comunitaria (i) tiene una concepción orgánica de sociedad, en la que (ii) da énfasis a la función que cada una de ellas cumple en el todo social y (iii) distribuye los beneficios sociales en razón de esta función. El bienestar social común se nutre de personas comprometidas que son capaces de cumplir sus compromisos y aportar desde su estado de vida a la sociedad. Ésta, por su parte, tiene el deber de brindarles lo necesario para el correcto cumplimiento de sus funciones.
Dijimos que el AUC perjudica el punto (a). Debemos agregar que el liberalismo en general perjudica a todos los otros puntos mencionados. Luego, no deberíamos favorecer el liberalismo y luego, tampoco el AUC. El background que está detrás de esta innovación institucional es la misma que está detrás de otros efectos que consideraríamos perjudiciales o nocivos desde el sentido común. ¿Por qué tenemos una visión disminuida de los trabajos de servicio siendo que aportan en su conjunto grandemente al bien común? ¿Por qué no valoramos al estudiante siendo que él será un profesional que con su conocimiento aportará al bien común, a lo público? ¿Por qué el profesor es tan mal mirado, siendo que tiene un rol fundamental en la configuración del bienestar social? Porque sencillamente no tenemos una visión orgánica de la sociedad y no vemos dicho aporte en su conjunto. Porque tenemos una visión individualista de la sociedad. Porque no creemos en el bien común.
Bueno en verdad, yo sí la tengo, yo sí creo en el bien común, y en general creo que gran parte de Chile la tiene y cree. Me parece, más bien, que esa gran parte de Chile tiene serios problemas de inconsistencia, y no ven que muchas de sus opiniones favorables o contrarias a ciertos hechos políticos y sociales derivan no de un mismo matiz sino de matices distintos que son, sin embargo, incompatibles.
El tercer motivo de mi oposición se sigue tanto de la concepción orgánica de la sociedad como por lo dicho anteriormente: no es posible concebir de modo individual, aislado, autónomo, una cierta institución social. Por muy “justa” que parezca dicha institución aislada de las demás realidades sociales e institucionales, ella no podrá ser adecuada si no se considera en correlación con las demás instituciones y con las demás realidades sociales. Esta concepción aislable de las instituciones sociales, de la persona como individuo, de las realidades sociales, es consistente con (y es típica y configuradora de) el liberalismo.
Unas últimas palabras, las primeras (de las últimas) sobre el bien común. El bien común no es nada más y nada menos que lo público, lo que es de todos y lo que sirve a todos. No es lo estatal. Lo estatal, si tenemos una burocracia arribista, o se transforma en un bien privado, o bien se transforma en el beneficio o la trinchera de grupos de interés. Lo público trasciende lo estatal y se identifica con lo que cada uno aporta al bien común.
Finalmente, quisiera agregar un matiz: no se trata de congelar las instituciones en el tiempo ni en general, congelar el tiempo. Hasta el más conservador debe aceptar cierto devenir de las instituciones sociales. Un buen cristiano menos podría hacerlo (para él Dios gobierna la historia; luego si Él la gobierna el cristiano debe ver en la historia un designio divino, como afirma Maritain). Yo no negaría, en cuanto comunitario, la transformación de ciertas instituciones sociales. El problema es prudencial, y consiste en ver cómo afecta la innovación institucional a una sociedad concebida orgánicamente. El AUC, tal cual está, perjudica la familia y por tanto al todo social. Sin embargo, puede ser de utilidad para otros casos, incluyendo a las parejas homosexuales. Yo no negaría que esta innovación excluyera a las parejas heterosexuales o bien, incluyéndolas (es decir, dejándolo tal cual está), se favoreciera el matrimonio desde políticas públicas que reconocieran la importancia del rol que cumple la familia. El punto es que no da lo mismo la función social que se cumple como tampoco da lo mismo la retribución que la sociedad da por un servicio que repercute en el bienestar total. La ideología igualitarista del liberalismo desconoce, tergiversa e invierte el mérito real que se define, no por una contribución económica (como cree erróneamente el neoliberalismo) sino por una contribución al todo social.

domingo, 18 de octubre de 2015

¿Contra los intelectuales? A propósito del "Walker vs. Engel"


Es un lugar común suficientemente establecido en ciertos círculos sociales (no, claramente, en los académicos) la denostación del intelectual y de su rol. El ejemplo más reciente es el del senador Walker, quien critica las observaciones del presidente de la comisión de Probidad (en relación al rol del poder legislativo sobre ciertos cambios sugeridos en el patrón electoral) por ser demasiado intelectuales (la noticia completa aquí). A modo de ilustración, una de sus frases:
Estoy cansado de los Catones de la moral, de aquellas personas que pontifican desde el pizarrón. La política es algo demasiado serio para dejársela a los intelectuales que desconocen la historia de Chile”.
La desconfianza a los intelectuales es transversal al espectro político. Se tiende a pensar que la izquierda valora más a sus intelectuales, pero me parece que quienes hacen política de izquierda, sólo se diferencian de los otros en leer unos libros más, mas no tienen una vocación de profundizar en ciertas problemáticas que pudieran iluminar su quehacer político. No veo ningún atisbo de “intelectualidad” ni en los parlamentarios del PC ni en la “bancada joven”. La derecha, por su parte, está mucho más alejada del ámbito intelectual que la izquierda, y la diferencia “libros más libros menos” en comparación con los representantes del otro lado del espectro político es notoria. Y en último término, diría que la “cabeza” del parlamentario de derecha tiende a estar, comparativamente, mucho menos formada que la de los demás.
La desconfianza a los intelectuales es transversal a la sociedad. En lo relativo a la educación, por ejemplo, por mucha evidencia que haya en contra de la estandarización positivista (y en contra del positivismo) el sistema educativo chileno sigue guiándose por estas directrices. Las empresas muy de a poco están dejando de lado el paradigma cuantitativo de las utilidades y casi ninguna se ha tomado en serio la dimensión ética de su quehacer.
El problema con todos estos casos (y el problema con el senador Walker y sus palabras que develan ignorancia, por mucho que – contradictoriamente – haya insistido en su campaña que era cientista político, e. d. un intelectual) es que no es posible dispensarse de lo intelectual. Cuando uno hace política (o educación, o empresa, o lo que sea) uno la hace en virtud de ciertas categorías. No necesariamente deben ser conscientes. Uno actúa en un ámbito en razón de ciertos principios, normas, conocimientos más o menos explícitos, ciertos know-how que condicionan la acción. Luego, no es posible disociar este conocimiento (intelectual) de la praxis porque la praxis supone estas categorías. Que sean conscientes o explicitas es otro tema.
No sólo las categorías propias del ámbito de acción que se trata están operando en toda praxis de ese ámbito. También una serie de categorías éticas generales que condicionan el valor moral de las acciones en cuestión. Ocurre lo mismo que en el caso anterior: que yo no sea consciente de los paradigmas morales, de los valores o de los principios que guían mi acción, es un tema distinto. Uno actúa de hecho en razón de ciertas normas, principios y valores.
He ahí – en este último caso – la importancia de la filosofía moral: identificar los distintos paradigmas posibles de acción y someterlos a crítica. Esos paradigmas de acción son los que de hecho operan en el sujeto moral. Por mucho que a éste le importe bien poco la reflexión moral, él actúa a través de una serie de principios que pueden ser descubiertos y puestos a la luz por una reflexión sobre el fenómeno moral. Luego, no puede dispensarse de ésta aduciendo una preocupación por lo práctico, porque inevitablemente el éxito o fracaso de su empresa estará necesariamente condicionado por el modo en que este sujeto integra sus diversas acciones en coherencia con un paradigma moral. Esto puede ser estudiado, reflexionado y es precisamente el rol de los intelectuales. Hacerse el tonto respecto de esto es ser ignorante pura y simplemente.
Ahora bien, que los intelectuales puedan explicar las categorías por las que los sujetos prácticos realizan su quehacer, no significa que estén mejor capacitados para hacer su trabajo (al contrario de lo que creía Platón respecto de su rey-filósofo). El ejercicio práctico de cualquier actividad supone un cierto conocimiento práctico, un cierto know-how que el intelectual puede perfectamente distinguir e identificar, mas no necesariamente integrar a la acción. Esa es la pega de las personas como el senador Walker.
Tan ridículo como negar el rol del intelectual, sería la negación de parte del intelectual, del rol del hombre práctico. Las críticas del mundo intelectual no van hacia la importancia del hombre práctico, sino su pretendida autosuficiencia. Pretender que la pura praxis basta, es el error que aquí he querido mostrar.