En una suerte de
generalización ilustrativa, podemos encontrar dos grandes grupos de personas:
en un primer lugar, los que abogan por la unidad latinoamericana y que,
usualmente, rechazan todo tipo de litigio de límites, dando en general razón de
las pretensiones de los países vecinos sobre Chile. “Mar para Bolivia” gritaban
hace unos años en una concentración en la que tuvo presencia el presidente Evo
Morales. Creo que casi todos quienes realizaban dicha proclamación eran
chilenos.
En un segundo lugar,
encontramos algunos grupos nacionalistas o ultranacionalistas que llaman a
defender los límites chilenos aún a costa de eventos bélicos y -como
consecuencia obvia de todo actuar militar- de la lesión de los derechos y
bienes fundamentales de las personas que estarían involucradas en estos actos
(el bien de la vida, de la integridad, de la propiedad, sobre todo de los más
pobres que son los que siempre sirven en primera línea).
No obstante en la fauna
social chilena es posible encontrar ampliamente a personas que ajusten sus opiniones
a cualquiera de los dos grupos mencionados, creo que el primero no sólo es
ampliamente mayoritario sino que además goza de una cierta legitimidad. Creo
que casi todos -incluyéndome- de modo razonable estaríamos de acuerdo en que la
respuesta bélica no sólo debería ser la ultima ratio frente a
eventualidades internacionales, sino que, más aún, no debería ser una razón en
absoluto. Esto porque los límites territoriales de un país son realidades
convencionales y ficticias, y en todo caso están supeditados al ser humano, que
es -o debería ser comprendido como- una realidad no convencional (esto es, una
realidad en el pleno sentido del término). De modo que no es razonable
supeditar los bienes fundamentales de la persona -repito, realidades no
convencionales- a la defensa de elementos contingentes y variables
históricamente como los límites territoriales. La primera postura ha adquirido
fuerza y legitimidad en parte porque la segunda es evidentemente irrazonable en
numerosos aspectos.
Sin embargo, el hecho mismo
de que una postura sea irrazonable por mérito propio, esto no hace a la
contraria ipso facto razonable. Si bien es cierto que, tal como la
caracterizamos, la primera postura alude tiene como elemento distintivo un
ideal (la unidad latinoamericana) que parece ser coherente con la realidad
cultural de nuestros pueblos (pues hay elementos culturales comunes que la
harían racionalmente viable) y que también pareciera ser beneficiosa para
ellos, me parece que esta postura, por muy atractiva que parezca, adolece de
serios problemas. En primer lugar, está el desconocimiento patente del devenir
histórico de nuestros pueblos que, sea por su propia idiosincracia o por una
elite política caprichosa (no hay tiempo ni espacio para pronunciarse sobre el
fondo del asunto) más que tender hacia la unidad tiende y ha tendido hacia la
particularidad y el benenficio particular de cada nación. En un segundo lugar
-y aquí radica el punto fundamental que quiero dejar en claro- los límites
territoriales, por muy convencionales, ficticios y contingentes que sean,
cumplen una función cultural, cual es preservar la identidad de cada pueblo o
nación. Si bien es cierto que dentro de cada país encontramos diversas
manifestaciones culturales, no pasan a ser matices de una identidad más
general, asociada al Estado/Nación.
Alguien podría responder que
-por ejemplo- entregar un pedazo del territorio marítimo de Chile a Bolivia o a
Perú, no va a afectar la preservación de la identidad cultural asociada a
Chile. En lo personal creo que si, a través de un ejercicio mental
contrafáctico, este argumento se extiende cada vez más, podremos hallar con
evidencia que no se sostiene. ¿Cuál es el límite de la entrega para poder
preservar de modo adecuado la identidad de quienes se sienten chilenos?
Este criterio nos lleva a una arbitrariedad que, como ha sido el caso, es
fácilmente manejada y manejable por la oportunidad -o el “oportunismo”, si se
me permite una expresión más peyorativa- política.
Así, quienes
abogan por la “unidad latinoamericana” a través de la entrega sin condiciones
del territorio chileno, no han comprendido con suficiente pragmatismo -y por
qué no decirlo, con suficiente criterio de realidad- la dinámica de nuestro
“barrio”. Por ello, todo llamado a entregar o toda relativización de la
cuestión se manifiesta como profundamente irresponsable. Porque la identidad
nacional no es una cosa propia de conservadores o de nacionalistas, sino que
forma parte de un elemento profundamente existencial del ser humano. La
identidad cultural, por muy contingente que sea, va conformando el ser de quien
se siente adscrito a una en particular. Es cosa de estar un par de días o de
semanas en el extranjero para comprender esta realidad. Pregúntenle a alguien
que haya tenido que hacer su vida, contra su voluntad, en una patria
extranjera. ¿Cómo no extrañar el lenguaje, las comidas, las celebraciones del
lugar en que se nació y se vivió? El ser chileno no es una abstracción,
sino que está presente en todos quienes han sido criados y quienes han
desarrollado su proyecto de vida en
este país.
De modo tal que las fronteras
de un país no sólo delimitan territorio, sino que costumbres y formas de vida.
Delimitan y protegen elementos fundamentales de la identidad de la persona. Por
ello es justo y necesario defenderlas a través de todas las armas razonables y
racionales posibles.
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