Es
un lugar común suficientemente establecido en ciertos círculos sociales (no, claramente, en los académicos) la
denostación del intelectual y de su rol. El ejemplo más reciente es el del
senador Walker, quien critica las observaciones del presidente de la comisión
de Probidad (en relación al rol del poder legislativo sobre ciertos cambios
sugeridos en el patrón electoral) por ser demasiado intelectuales (la noticia
completa aquí). A modo de ilustración, una de sus frases:
“Estoy cansado de los Catones de la moral, de
aquellas personas que pontifican desde el pizarrón. La política es algo
demasiado serio para dejársela a los intelectuales que desconocen la historia
de Chile”.
La
desconfianza a los intelectuales es transversal al espectro político. Se tiende
a pensar que la izquierda valora más a sus intelectuales, pero me parece que
quienes hacen política de izquierda, sólo se diferencian de los otros en leer
unos libros más, mas no tienen una vocación de profundizar en ciertas
problemáticas que pudieran iluminar su quehacer político. No veo ningún atisbo
de “intelectualidad” ni en los parlamentarios del PC ni en la “bancada joven”.
La derecha, por su parte, está mucho más alejada del ámbito intelectual que la
izquierda, y la diferencia “libros más libros menos” en comparación con los
representantes del otro lado del espectro político es notoria. Y en último
término, diría que la “cabeza” del parlamentario de derecha tiende a estar,
comparativamente, mucho menos formada que la de los demás.
La
desconfianza a los intelectuales es transversal a la sociedad. En lo relativo a
la educación, por ejemplo, por mucha evidencia que haya en contra de la
estandarización positivista (y en contra del positivismo) el sistema educativo
chileno sigue guiándose por estas directrices. Las empresas muy de a poco están
dejando de lado el paradigma cuantitativo de las utilidades y casi ninguna se
ha tomado en serio la dimensión ética de su quehacer.
El
problema con todos estos casos (y el problema con el senador Walker y sus
palabras que develan ignorancia, por mucho que – contradictoriamente – haya
insistido en su campaña que era cientista político, e. d. un intelectual) es
que no es posible dispensarse de lo
intelectual. Cuando uno hace política (o educación, o empresa, o lo que
sea) uno la hace en virtud de ciertas categorías.
No necesariamente deben ser conscientes. Uno actúa en un ámbito en razón de ciertos
principios, normas, conocimientos más o menos explícitos, ciertos know-how que condicionan la acción. Luego, no
es posible disociar este conocimiento (intelectual) de la praxis porque la
praxis supone estas categorías. Que sean conscientes o explicitas es otro
tema.
No
sólo las categorías propias del ámbito de acción que se trata están operando en
toda praxis de ese ámbito. También una serie de categorías éticas generales que condicionan el valor moral de las
acciones en cuestión. Ocurre lo mismo que en el caso anterior: que yo no
sea consciente de los paradigmas morales, de los valores o de los principios
que guían mi acción, es un tema distinto. Uno
actúa de hecho en razón de ciertas
normas, principios y valores.
He
ahí – en este último caso – la importancia de la filosofía moral: identificar
los distintos paradigmas posibles de acción y someterlos a crítica. Esos
paradigmas de acción son los que de hecho operan en el sujeto moral. Por mucho
que a éste le importe bien poco la reflexión moral, él actúa a través de una
serie de principios que pueden ser descubiertos y puestos a la luz por una
reflexión sobre el fenómeno moral. Luego, no puede dispensarse de ésta
aduciendo una preocupación por lo práctico, porque inevitablemente el éxito o
fracaso de su empresa estará necesariamente condicionado por el modo en que
este sujeto integra sus diversas acciones en coherencia con un paradigma moral.
Esto puede ser estudiado, reflexionado y es precisamente el rol de los
intelectuales. Hacerse el tonto respecto de esto es ser ignorante pura y simplemente.
Ahora
bien, que los intelectuales puedan explicar las categorías por las que los sujetos
prácticos realizan su quehacer, no significa que estén mejor capacitados para
hacer su trabajo (al contrario de lo que creía Platón respecto de su
rey-filósofo). El ejercicio práctico de cualquier actividad supone un cierto
conocimiento práctico, un cierto know-how que el intelectual puede
perfectamente distinguir e identificar, mas no necesariamente integrar a la
acción. Esa es la pega de las personas como el senador Walker.
Tan
ridículo como negar el rol del intelectual, sería la negación de parte del
intelectual, del rol del hombre práctico. Las críticas del mundo intelectual no
van hacia la importancia del hombre práctico, sino su pretendida autosuficiencia. Pretender que la pura
praxis basta, es el error que aquí he querido mostrar.
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