Por
supuesto que es necesario mejor educación para frenar la violencia. Pero la
educación es un proyecto de largo plazo. Luego la educación no va a transformar
la vida de estas personas sin un proceso de años. Más aún cuando estas personas
ya están fuera del sistema educativo formal. ¿A alguien le interesa educar más
allá de los límites de nuestro sistema formal? Lo único que se escucha es
“¡Gratuidad! ¡Gratuidad!”. Gratuidad para la educación formal. Por lo tanto la
preocupación de nuestros urgidos reformadores sociales de moda no puede hacer
frente a la violencia desde la perspectiva de la educación sin que tengan que
plantear una agenda muy distinta sobre este tema.
Por
supuesto que es necesario una mayor equidad socioeconómica para frenar la
violencia. Pero el mayor poder adquisitivo ¿puede realmente frenar la
violencia? La respuesta claramente es no, puesto que la violencia no es una
consecuencia de la (falta de) capacidad adquisitiva. Alguien podría replicar
que se trata, no de poder adquisitivo sino de oportunidades. Pero ¿cambiará hoy la disposición violenta de ciertas
personas sólo por tener acceso a mayores posibilidades? Probablemente no, y
probablemente quienes digan esto nunca se han tenido que enfrentar a una
transformación personal del carácter, un trabajo difícil y – sobre todo –
autoconsciente. Por lo tanto, a largo plazo tendremos probablemente mejores
personas que – si es que lo deciden – habrán transformado sus vidas gracias a
su determinación de profundizar en una oportunidad que la sociedad les brindó.
O bien, a largo plazo – si es que nos compramos el primer tipo de equidad
socioeconómica – tendremos personas igualmente violentas, pero con las
camisetas originales de los equipos, o con mejores productos, pero igualmente
mal vestidas, o quizás la violencia baje debido a que estos productos,
disponibles sólo a una elite económica, se hagan masivos, y ya no sea necesario
violentar para ello. Pero sigue siendo a largo plazo la situación.
Por
supuesto que son necesarios mayores derechos para frenar la violencia. Pero
¿para quienes? Un país que vive aún a la sombra de la dictadura no puede sino
ver a un policía o a un militar como monstros o engendros de Satanás. Esta
sombra, injustificada ya a lo que hay de distancia de ese “gobierno”, se cierne
también sobre los uniformados de hoy, sobre todo a los policías, quienes viven
con una permanente sospecha de que están “violando los DDHH de alguien más” (la
prensa de la izquierda abajista es especialista en este tipo de desprestigio).
Cuando veo toda la violencia que a veces se toma las calles de la ciudad (sobre
todo la futbolera, que es la más brutal de todas) pienso que les haría mucho
bien a esos sujetos desocializados un par de lumazos bien dados. El problema
con esto es dual: (i) la arbitrariedad policial; (ii) la indefensión policial.
La ciudadanía (a la sombra de la dictadura) le teme más a lo primero que a lo
segundo. Pero si es normal tener miedo a algo que, siendo malo, tiene más
entidad que a aquello que no lo tiene, lo más razonable hoy es temerle miedo a
lo segundo. Hoy la violencia se expresa sin temor a represalias. Y quienes
tienen que hacerle frente deben lidiar con la violencia desatada, como con una
ciudadanía y una clase política que, por temor a la arbitrariedad de hace
treinta años atrás, desarma las pocas protecciones institucionales que tienen
los policías para cumplir su trabajo. La violencia desatada y pública no se
puede permitir, pero nadie quiere hacerle frente. Los derechos son necesarios
para acabar con la violencia, pero esos derechos no deben ser para quienes son
violentos, sino para quienes enfrentan la violencia y sobre todo, para sus
víctimas.
La
idea que está detrás de todo esto es que (i) el fin de la violencia es un
camino arduo y de largo plazo, que debe ser atacada en sus causas; pero que,
(ii) como es una urgencia limitarla, ella requiere una re-acción, una
respuesta, que no puede sino ser equivalente. La señal que se da al permitir
moral e institucionalmente la violencia pública es que todo está permitido. No
es posible, entonces, frenar la violencia así puesto que la señal es equivoca (unívoca diría yo más bien: laisez faire), y ni las mejores
políticas públicas podrán corregirla si le abrimos paso a la impunidad. La
sociedad hoy se está comportando como padres malcriadores. No hay que tener
miedo de hacer lo que es debido.
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